miércoles, 23 de febrero de 2011

CONVERSION DE ALFONSO DE RATISBONA

Corría el año de 1842. Durante una cena en Roma, su amigo el Barón de Bussiere le propuso al acaudalado abogado y banquero judìo un desafío: pidió a Alfonso de Ratisbona que se colocase la Medalla Milagrosa.

Parece ser que como ateo practicante tomó la propuesta como algo pueril pero al fin la aceptó, aunque al colgarse la medalla del cuello exclamó riéndose con sarcasmo: “Bueno, ya soy católico, apostólico y romano”. El Barón de Bussiéres exultaba ingenuamente por su victoria y quiso hacerla todavía
mayor, proponiéndole que rezara por la mañana y por la tarde el Acordaos de San Bernardo.

El jueves 20 de enero de 1842, debiendo el Barón encargar una Misa por el Conde de Laferronays, pidió a Ratisbona que lo acompañase a la basílica de Santa Andrea delle Frate, en Roma. Al entrar, se dirigió a la sacristía mientras Alfonso admiraba las obras de artes. Grande fue su sorpresa cuando, al volver, lo encontró de rodillas, orando fervientemente frente a uno de los altares. Cuando le preguntó que sucedía, Alfonso le respondió que había ocurrido un milagro: "Yo la ví...me sentí dominado por una turbación inexplicable. En la capilla de San Miguel se había concentrado toda la luz, y en medio de aquel esplendor apareció sobre el altar, radiante y llena de majestad y de dulzura, la Virgen Santísima tal y como está grabada en la medalla milagrosa. Una fuerza irresistible me impulsó hacia la capilla. Entonces la Virgen me hizo una seña con la mano como indicándome que me arrodillara... La Virgen no me habló pero lo he comprendido todo". Poco tiempo después pidió ser bautizado en la Iglesia de Gesu en Roma, tomó la Primera Comunión y se confirmó en la verdadera Fe.


ACORDAOS
Acuérdate, oh piadosísima Virgen María,

que jamás se ha oído decir que ninguno
de los que han acudido a tu protección,
implorando tu asistencia
y reclamando tu socorro,
haya sido abandonado por ti.
Animado con esta confianza,
a ti también acudo,
oh Madre, Virgen de las vírgenes.
Y aunque gimiendo bajo el peso
de mis pecados, me atrevo
a comparecer ante tu presencia
soberana; no desprecies, oh Madre
de Dios, mis humildes súplicas,
antes bien dígnate escucharlas
y aceptarlas favorablemente.
Amén.

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