Mi primer deber es dar buen ejemplo.
Como pastor, debo ser la luz del mundo y
la sal de la tierra, lo que me obliga a todas
las virtudes... Debo honrar mi ministerio
mediante una vida santa e irreprochable,
y vosotros debéis honrar, respetar e imitar
mi ministerio. Pero ese honor y ese respeto
no lo debéis a mi persona, sino a mi ministerio,
pues en mis manos tengo poderes que nunca
tendrán ni los ángeles del Cielo ni los reyes
de la tierra. Puedo reconciliaros con Dios, reparar
vuestros pecados, abriros el manantial de la gracia
y la puerta del Cielo, consagrar la Eucaristía y
hacer que Jesús, nuestro Salvador, se instale
en medio de vosotros. Debéis considerarme
como el enviado de Dios para conduciros al Cielo.
Amén
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